El estallido chileno de insumisión social contra el Estado-guerra del capital neoliberal

El estallido chileno de insumisión social

La afirmación del Presidente Piñera haciendo alusión a que el gobierno se encontraba "en guerra" debido al estallido de insumisión que la población chilena ha sostenido ya por semanas, no parece un exabrupto discursivo más, en su largo historial de barbaridades enunciativas que el mismo General Iturriaga a cargo del "estado de excepción" –en su modalidad "de emergencia"– y los partidos políticos de gobierno se apuraron en suavizar y matizar.

Si leemos esta afirmación desde la analítica del desarrollo del capital instalado de "golpe" en su fase neoliberal por la dictadura militar, que introdujo mediante el terror una fase inicial de reformas estructurales al Estado, y que fue aceitado y profundizado en la transición intransitiva de la “Concertación” al alero del paradigma policial de control biopolítico de las poblaciones. Y en paralelo, la leemos también desde la Historia Social Popular desarrollada como genealogía de la clase trabajadora: obrera, mutualista, sindical y profesional que indaga también al bajo pueblo: rotos, callamperos o poblacionales, aparecen algunas claves que para muchos intelectuales chilenos parecen una exageración y desproporción teórica, más cerca de un extremismo antidemocrático que de una lectura seria y comprometida –"responsable" dicen ellos– con la realidad política y social de nuestro país. Por supuesto, esos respetables intelectuales no se permiten excesos teórico-políticos que cuestionen los fundamentos del capitalismo demoliberal más allá de algunas críticas éticas al sistema, muy al estilo de los gobiernos transicionales y de toda la clase política de los últimos 30 años. "Molestia" discursiva que se articula como crítica cosmética, permitiendo suavizar su posición de privilegio en base a una estética de criticismo ético y consciente que "respeta las instituciones" y no las pulsiones ni afecciones que indican falta de “razón” y adolescencia política, pues están acomodados al mismo régimen que promueve sus carreras en base a la lógica del mercado y del emprendimiento individual.

Que el presidente afirme que “estamos en guerra” no es una exageración cuando el estado de excepción se ha convertido en regla. Por supuesto esta guerra no sólo comporta el ejercicio clásico de fuerza militar geopolítica, extensiva y de destrucción acotada al tiempo de duración de un conflicto armado, como nos enseñó la soberanía política clásica; tampoco refiere exclusivamente a su forma ilegítima practicada por las dictaduras latinoamericanas con los militares masacrando unilateralmente a sus pueblos. El Estado-guerra es también, en nuestras sociedades del capitalismo neoliberal, el ejercicio de la fuerza policial micropolítica, intensiva, cuya capacidad destructiva se transforma en devastación productiva que puede durar toda una vida, pues debe sostener al capital.

Ese es el estado de precarización existencial en que ha vivido la población chilena por 46 años, esperando la alegría que prometió la democracia postdictatorial, y que se transformó en la depresión neoliberal de al menos dos generaciones. La de los abuelos viviendo la miseria del sistema de salud y pensiones, y la de los padres que ya no pueden sostener la farsa del país desarrollado y ejemplo de la región, a punta de precarización laboral y endeudamiento infinito. Sacrificados por un modelo que hace de nuestras vidas la nuda gestión de sobrevivencia financiera, a cambio del cocktail envenenado de acceso a todos los servicios que regulan y “mejoran nuestra calidad de vida”. Ilusión de estabilidad y bienestar social cuyo efecto de verdad es la subjetivación arribista y espectacular de acumulación material obsolescente que se afirma en la lógica de la mercancía fetichista regulando todos los intercambios: mercantiles y, sobremanera, sociales. Esa es la depresión que pujó el estallido social que han encabezado los jóvenes estudiantes chilenos hasta convertirlo en una insumisión transgeneracional y transversal a la que hemos asistido este octubre 2019.

Hasta ahora habitábamos el Estado-guerra en su careta amnésica demoliberal, es decir, en su intensidad biopolítica articulada por el respeto al orden democrático basado en el miedo que seguía golpeando la memoria chilena. Aún cuando a poco andar ya nos percatábamos que la vuelta a la democracia sólo consideraba el cese de la catástrofe y la violencia obscenamente devastadora que la dictadura nos tatuó a fuego, porque sólo lo que no deja de doler permanece en la memoria y permite perpetuar el terror que paraliza la posibilidad de resistencia; en ningún caso el fin de sus políticas sobre la vida misma, instaladas ilegítimamente y que han hecho que nuestro país sea reconocido mundialmente por su obscenidad neoliberal.

Bastó que la población mostrara unos destellos de insumisión real y resistencia masiva, cualitativamente consistente en su articulación discursiva anti-sistémica, para declarar el estado de excepción, con relevo de poder a las fuerzas militares y toque de queda. Reacción que las democracias capitalistas han repetido en todos los lugares donde ha habido revueltas e insumisión ciudadana por efecto del capitalismo neoliberal. Evidentemente, la paradoja de estas democracias liberales luego del holocausto europeo y de las dictaduras latinoamericanas, es la talla moral que durante años han explotado en torno a la defensa de los derechos humanos, y del orden democrático que –impuesto por la fuerza– no permite coacción alguna en nombre de su orden, su paz y su libertad. Restricción que por supuesto administran a discreción, pues los niveles de violación a los derechos de las personas bajo la violencia policial y la política de muerte que ejercen en contra de todos aquellos grupos estigmatizados como subversivos y antisociales (pueblo mapuche, jóvenes anti-sistema, pobladores marginales y periféricos, estudiantes escolares y universitarios, dirigentes sociales, pescadores artesanales, activistas ecológicos contra forestales e hidroeléctricas, y otros tantos que se me escapan, en fin, todo aquel que transgreda su orden y cualquiera de sus normas) engrosa una lista que desde los años noventa sigue creciendo, invisibilizada en la criminalización que ejerce el poder gubernamental.

El efecto de veridicción provocado por la insumisión chilena deja en evidencia el soporte del capital demoliberal: la violencia total que puede desplegar sobre su población si la fuerza popular pretende cuestionar su orden. Pero a la vez, queda en evidencia también, la posibilidad de transgresión de ese orden por la fuerza del "decir franco y veraz" del pueblo-ciudadano (parrhesía le llamaban los griegos), que al constituirse como sujeto acéfalo pero totalmente afectado, y por tanto, subjetivado en su afectación, procede en su reclamo desjerarquizadamente en la multiplicidad de su mal-estar contra el poder del capital neoliberal a riesgo de su propia vida. La multiplicidad heterogénea de la población que se constituye en poder popular inmanente y contingente, es decir, en la marcha y en el reclamo que aflora como subversión, que se comunica y se conecta por la afección común, ha sido capaz de forzar el acontecimiento de la parrhesía política, al menos, en su función de afrontar al poder y revelar con todo el coraje que hemos presenciado estas semanas, una verdad que padece la mayoría.

Desde la Historia Social Popular este proceso de insumisión parrhesiástica es el primer momento del ejercicio del poder popular constituyente al que debe seguir uno más fundamental, ese que debe ejercer soberanamente el pueblo-ciudadano por voluntad deliberada: la construcción de un Estado que asegure una sociedad pluralista y conveniente para su desarrollo y bienestar, no sólo en lo económico, también en lo político, en lo social y en lo cultural. Este poder constituyente se registra en nuestra historia en dos períodos: 1822-1828 y 1918-1925, ejercicio difícil y en ningún caso acotado sólo a la coyuntura del estallido social pues requiere de un largo proceso de autoeducación –que los pingüinos en el 2006 ya habían puesto en marcha–, pero también porque hay que saber qué está fallando y debilitando nuestra sociedad –diagnóstico que parece compartir una amplia mayoría– y por supuesto, tener una idea del sistema político-económico al que se aspira. Cuestiones no menores a la hora de pensar en una Asamblea Constituyente.

Las protestas nos confirman al menos, que el pueblo-ciudadano que pensábamos había desaparecido en la figura del consumidor todavía conserva una voluntad de autodeterminación común que excede el individualismo neo y liberal. Que aquel sujeto que los analistas y expertos creían despolitizado por el neoliberalismo concertacionista, comprende y conserva una memoria histórica de lo político que puede expresarse más acá del espectáculo representacional del voto que sostiene al Estado liberal, más acá de la razón de la soberanía clásica moderna y mucho más acá de la razón de la gubernamentalidad tecnócrata. Su razón tiene un soporte histórico que no es de libro, deviene traspaso generacional y está afincada en la afección. La pregunta que sigue entonces, ¿tiene la voluntad del pueblo-ciudadano la capacidad, astucia y fortaleza para exigir a sus representantes un nuevo orden desde abajo? Porque no basta sólo con la parrhesía política, se necesita que la subjetivación que posibilitó la revuelta, afectando el poder, se haya afectado a sí misma, esto es, que el pueblo-ciudadano consagre un movimiento en su propio ethos desechando sus propias prácticas y caracteres neoliberales modelados por largos años, haciendo que la verdad que comporta su demanda no sea sólo enunciativa sino su propia vida. De lo contrario se corre otro riesgo: que la protesta se quede sólo en la reivindicación redistributiva que critica el neoliberalismo pero no los fundamentos del capitalismo.

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