Dominio, hegemonía, democracia

"Dominio, hegemonía, democracia" por Grínor Rojo

Para mis amigos del Frente Amplio

Desde hace ya algún tiempo, yo tengo la sospecha de que el carácter que atribuimos a la relación entre las partes que integran la totalidad, cualquiera que esta sea, cambió. Y que por esa misma causa el carácter de la relación que atribuimos a las partes que integran las totalidades de carácter social, político o cultural cambió también. Como es sabido, los conceptos de los que nos hemos servido hasta hoy para leer esta relación son el más antiguo de “dominio” o “dominación” y el menos antiguo de “hegemonía”. Dominio o dominación, entendido/a este/a como el control absoluto que una de las partes establece sobre las demás; hegemonía, como control asimismo, pero esta vez dialogado y negociado. En el primer caso, habiéndose recurrido al imperio de la fuerza en sus varios grados, los que van desde la fuerza bruta, que puede ser militar o policial, a la simbólica, que puede ser educacional o mediática, y en el segundo poniendo las fichas en las virtudes de la “tolerancia” y la “persuasión”. Y también en esta circunstancia en grados diversos, que irán desde el engatusamiento a la aceptación resignada.

Primer ejemplo: el del Estado nacional, cuando a través de la Constitución este define quiénes son los ciudadanos, homogenizando a los sujetos políticos de un país, al meterlos en un solo y mismo molde, el de la chilenidad, el de la argentinidad, el de la peruanidad, etc., en un acto claro de dominio. Igual cosa cuando facilita que los ciudadanos que son más poderosos se abran y consientan (mi empleo de este verbo no es casual) a que junto con ellos existan otros abastecidos con menos poder y a los que los poderosos vía el Estado nacional convencen para que, a veces conscientemente pero con más frecuencia a cambio del otorgamiento de ciertos derechos y beneficios, reconozcan y acaten la superioridad de quienes son “naturalmente” sus superiores; segundo ejemplo: ese mismo Estado nacional, pero ahora en el trato que este les da a las diversidades, por ejemplo a las raciales y sexogenéricas, a las que a en algunos contextos desconoce y/o prohíbe y en otros tolera con más o menos simpatía. Piénsese tan solo en la diferencia entre la política indigenista decimonónica en Latinoamérica, mixtificadora u homicida, y la del siglo XX, integracionista; tercer ejemplo: las orgánicas de la acción social y política, sindicatos, partidos y coaliciones. En este terreno, que me parece es el que ahora debiera interesarnos especialmente, nos desplazamos desde el modelo fascista o neofascista, de obediencia ciega de los individuos a un líder, hasta el centralismo democrático leninista, de obediencia ciega de los individuos a una cierta “línea” partidaria que la élite dirigente se habrá encargado de confeccionar de antemano haciendo uso para ello de su mejor saber, y hasta llegar al modelo más común, diz que “democrático”, que favorece las decisiones adoptadas supuestamente por la mayoría. “Como un solo hombre”, el colectivo hará al cabo o lo que el líder decida, o lo que la sabiduría de la dirigencia determine o lo que mande una mayoría intervenida.

Esto, precisamente, es lo que yo siento que cambió.

Pero no cambió como lo pensaron los jóvenes franceses de mayo del 68 y como lo teorizaron después gente como Gilles Deleuze y Jacques Rancière, un par de inteligencias estimables, pero naufragando ambas en un mar de exaltaciones. El primero dando al traste con la idea de totalidad y reivindicando en cambio la necesidad del fragmento, y Ranciére comprometiéndose en una guerra sin término contra cualquier mediación entre la experiencia y la voluntad popular y su expresión en acciones concretas. No otro fue el núcleo de su razonamiento en La lección de Althusser (1974), donde en nombre de los ideales del 68 acusó a su viejo profesor comunista diciendo que “el marxismo que habíamos aprendido en la escuela althusseriana era una filosofía del orden, cuyos principios nos apartaban del movimiento de revuelta que sacudía el orden burgués”1. Según aquel entonces joven e impetuoso Rancière, la filosofía de Althusser habría dado por supuesta la superioridad de la palabra del filósofo, la de la “práctica teórica”, sugiriéndola además como paralela a (o incluso como mejor que) la superioridad de la “ciencia” de la dirección partidaria y, por supuesto, que el cacumen deficitario de las masas.

Por otra parte, tampoco estoy yo reivindicando aquí el brío inorgánico de la “multitud”, al modo entre spinoziano y “post” que suscriben y recomiendan Paolo Virno, Antonio Negri, Michael Hart y que en ciertos círculos letrados de América Latina ha tenido una acogida a mi juicio demasiado cariñosa2.

Concedamos entonces que la totalidad organizada es irrenunciable. Sin ella no existe acción política eficaz. Defender, por consiguiente, su vigencia constituye una obligación para cualquier estrategia emancipadora, porque es con ella que se forja la unidad de los oprimidos, los explotados y los despreciados en torno a un propósito común y mediante una actuación transformadora profunda, aunque no por eso tengamos que olvidarnos de que el concepto, así como las acciones que de él se derivan, serán siempre situados y que por eso habrá que pensarlos y reformularlos en cada oportunidad

Porque lo que actualmente está en la orden del día es el cómo aunar, pero aunar sin excluir, “articulando/se” las diferencias en “series equivalentes”, como (si no hacemos caso de su sausssureanismo, su lacanismo y su derridanismo, harto hostigosos a decir verdad) han propuesto Ernesto Laclau y Chantal Mouffe3. El capitalismo contemporáneo es sólido, compacto y arrollador, con un proyecto, una estrategia y unos medios de implantación globales y que son los que, según decretan sus “expertos”, le garantizan su perduración. Confía, además, absolutamente, en su capacidad para llevar a cabo lo que se propone. Para esto último, quienes lo operan cuentan con el libreto ideológico que los expertos les habrán suministrado y el que, aun cuando no sea ni nuevo ni profundo, es útil para sus propósitos y eso les basta. Ese libreto se da aires de ciencia infusa y va acompañado por un aparato comunicacional como no ha habido otro semejante en la historia de la humanidad y cuya misión es prevenir que los abusados por el statu quo perciban cuáles son sus carencias reales y desistan por ello de involucrarse en cualquier aventura transgresora. Comprender cómo funcionan esa ideología y ese aparato de dominación, desenmascararlos, unir fuerzas en su contra y sobre todo en contra de aquello que se encuentra detrás suyo, que es el capitalismo planetario cuando este se halla inmerso en una coyuntura histórica de crisis y de agudización por lo mismo de sus tendencias más siniestras, ésa y no otra es la tarea que nos aguarda. Pero ¿en qué podría consistir esa posibilidad? 

Y, como para responder a esta pregunta yo prefiero invocar la lección de los pensadores de América Latina, me remito ahora al criterio de uno de los más grandes, José Martí, quien tuvo que enfrentarse con problemas similares cuando en la multifacética Cuba de fines del siglo XIX organizó el Partido Revolucionario Cubano y nos dejó una anotación iluminadora acerca de qué fue lo que hizo: 

A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u opuestos de un país de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de los unos ni negación culpable de la necesidad del orden en las sociedades --sólo seguro con la abundancia del derecho-- vivan sin choque, y en libertad de aspirar o de resistir, en la paz continua del derecho reconocido, los elementos varios que en la patria tienen título igual a la representación y la felicidad4.

Es una cita un tanto enrevesada, yo lo admito, con todas las características de una anotación hecha al vuelo, en el ardor de su ajetreada vida y probablemente con el propósito de dar origen a un desarrollo posterior, pero que no obstante la rapidez y la concisión contiene una enseñanza escuchable como tantas de las suyas. En primer lugar, es el partido el que “se ajusta” al pueblo y no el pueblo al partido, advierte Martí. Y en cuanto al pueblo, éste no está compuesto por individuos forjados todos en un mismo molde, recortadamente idénticos, sino que lo constituyen “factores diversos u opuestos”, “elementos varios”, lo que no es, no debe ser un impedimiento para que cada uno/a de ellos/ellas posea un “título igual a la representación y la felicidad”. 

Para Martí, la solidez del grupo, la alianza exitosa de quienes lo constituyen, no deriva por consiguiente de la homogenización que, por su mayor potencia, económica, ideológica, etc., un componente privilegiado le impone a la totalidad, sea esta el partido y/o el Estado y, a través del partido y/o el Estado, la nación y/o la postnación futuras. Homogenización que va a ser inevitablemente precaria y efímera y más aun cuando quien la encarna es un caudillo. Consiste en cambio en la capacidad de quien dirige para “guiar” a “factores diversos” y aun “opuestos”, a “elementos varios”, pero sin alinearlos, sin ordenarles que no piensen y sólo actúen obedeciendo las órdenes recibidas. Eso es lo que Martí desecha y hoy, entre nosotros, no da para más. Significa que para Martí dirigir no consiste en mandar sino en colaborar, los dirigentes con los dirigidos, la ciencia con la experiencia en un mismo pie, facilitándoles los primeros a los segundos el encuentro con una metas que ya eran de ellos porque son metas racionales históricamente, transversalmente válidas, y a cuyos beneficios podemos acceder con igual “título” por la sola aptitud de ser humanos. 

El modo de instituirse de tales metas es finalmente el “derecho”, el que, en las palabras de Martí, debiera ser “reconocido por todos”. Por lo que Martí no está hablando aquí ni de “dominio” ni de “hegemonía”. Tampoco de un orden atolondrado ni de una ausencia de orden. Está hablando de una totalidad que se articula mediante normas que todos entendemos porque son normas que están a la altura de la cantidad y calidad de razón que los tiempos que vivimos nos han permitido alcanzar y cuya forma de actualizarse podemos acoger o resistir. Todo ello en el marco de un debate político de sujetos pensantes y que en el usufructo de esa condición nos habremos identificado a nosotros mismos como miembros de una comunidad. En el curso de ese debate, evitando caer en las conformidades espurias que florecen en el espacio mentiroso de una democracia intervenida a ratos legalmente y en otras de facto, seremos nosotros, todos nosotros, los que decidamos qué es lo que más nos conviene hacer y cómo, según la razón que este tiempo nuestro nos habrá deparado y habida cuenta del poderío de unos adversarios para quienes la racionalidad y la democracia hace ya mucho tiempo que dejaron de ser motivo de preocupación. 

Notas

1 Jacques Rancière. La lección de Althusser, tr. Agustina Blanco. Santiago de Chile. LOM, 2013, p. 16.

2 “[el poder soberano] sólo puede mostrarse en tanto democracia de la multitud, o bien como autogobierno absoluto del conjunto de las individualidades, conducirles, con el avance de su deseo, hacia la constitución de lo común”. Antonio Negri. Spinoza subversivo, tr. Raúl Sánchez. Madrid. Akal, 2000, p. 142. Y Paolo Virno: “Para Spinoza, el concepto de multitud indica una pluralidad que persiste como tal en la escena pública, en la acción colectiva, en lo que respecta a los quehaceres comunes (comunitarios), sin converger en un UNO, sin desvanecerse en un movimiento centrípeto. Multitud es la forma de existencia social y política de los muchos en tanto muchos: forma permanente, no episódica o intersticial. Para Spinoza, la multitud es la base, el fundamento de las libertades civiles”. Paolo Virno. Gramática de la multitud. Para un análisis de la formas de vida contemporáneas, tr. Adriana Gómez. Buenos Aires. Colihue, 2003, pp. 11-12. Los subrayados son suyos. Para América Latina, el mejor ejemplo es el de Álvaro García Linera, quien recibió a Antonio Negri en Bolivia en 2007 y ha utilizado la noción de “multitud”, aunque precisando que el uso que él le da no es igual al que le da Negri (ni tampoco al que le dio su coterráneo René Zabaleta, en los ochenta).

3 Dos libros pertinentes de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe son Hegemonía y estrategia socialista: hacia una radicalización de la democracia. Madrid. Siglo XXI, 1987 (la primera publicación en inglés es del 85), y Emancipación y diferencia. Buenos Aires. Ariel, 1996.

4 José Martí. “El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en América. El tercer año del Partido Revolucionario Cubano” en Cuba, Nuestra América, los Estados Unidos. Roberto Fernández Retamar, ed. México, Madrid, Buenos Aires. Siglo XXI, 1973, p. 76. 

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